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domingo, 8 de junio de 2014

Una moneda, por favor.






       Como bien sabes, querida Filis, y principalmente por cuestiones laborales, suelo ser un “forzoso” e irredento usuario habitual de los medios de transporte público y muy especialmente del metro, dado el atasco crónico y permanente de la ciudad (del que, por cierto, ya tendré tiempo de hablarte en alguna otra ocasión). Generalmente suelo viajar leyendo, para aprovechar el tiempo, ese bien tan escaso y preciado que solemos dilapidar con esa desenfrenada y voluptuosa generosidad, que a veces raya la obscenidad, que solo puede ser propia de unos inconscientes. Pero hay días en que puede más mi natural curiosidad que esa “usura” de aprovechar el tiempo. Siempre resulta muy interesante, y a veces tremendamente esclarecedor, observar los usos y comportamientos de los viajeros en ese microcosmos, en ese laboratorio de una sociedad, que puede representar un simple vagón del metro. Sin embargo, veremos que los comportamientos de ese abigarrado y heterogeneo grupo de personas suele responder a unos mismos y, por lo demás, reducidos patrones de comportamiento. Por las mañanas, a primera hora, muchos viajeros parecen dormitar, con los párpados aún pesados y con ese dulce regusto que, con cierta voluptuosidad, nos mantiene en esa tierra de nadie, en ese paraíso perdido entre el mundo real y el de los sueños. Pero si mantenemos la atención, querida Filis, veremos que ese dulce “sopor” aumenta exponencialmente cuando algún anciano, que es traqueteado al albur del deambular del metro, o bien alguna persona impedida se sitúa en las inmediaciones de esos viajeros que, súbitamente, quedan “atrapado” en brazos de Morfeo.


Probablemente no se trate de un problema de educación y mucho menos de cultura (a nuestros próceres ya se les llena la boca ensalzando y glosando nuestra gran preparación y, especialmente, la de nuestros jóvenes). Más bien se trata de una cuestión de egoísmo y de falta de empatía. Sí, de egoísmo. Esta sociedad ha conseguido que, cada vez más, las personas se preocupen de su “pequeño” mundo. Un “pequeño” mundo que cada día se estrecha más y más hasta ya solo conformar los confines de su propia persona. Otro de los motivos clásicos de nuestra proverbial y recalcitrante falta de empatía es que siempre pensamos que los males y las desgracias pueden cebarse con el vecino, pero nunca con nosotros (faltaría más). Esa conciencia de esa “inmunidad” nos hace vadear todas las desgracias, hasta las más inexorables, como la propia laguna Estigia (siempre se mueren los demás, nunca yo).


Este microcosmos que puede llegar a ser un simple vagón del metro, es un sensible barómetro de los avatares y los padecimientos de esta sociedad. Recuerdo que, hace ya algunos años, los vagones llegaban a mi estación atestados de viajeros que se dirigían a sus puestos de trabajo; en la actualidad es raro el día que no hay algún asiento libre. Hace ya algunos años los vagones venían llenos de obreros, la mayoría inmigrantes, que con el cansancio y el hastío acumulados en sus miradas se dirigían a sus obras; en la actualidad ya casi no quedan inmigrantes. Sí, querida Filis, son los estragos de esta maldita crisis que no termina de marcharse, aunque nuestros políticos nos digan todo lo contrario.


Por eso ya es habitual que, durante los trayectos del suburbano, un puñado de persona fagocitadas por la voracidad de la crisis, pero, sobre todo, por la insolidaridad y por nuestra indiferencia, tengan que ingeniárselas para ganarse la vida. En mi trayecto de la tarde suelo coincidir, con una cierta frecuencia, con una pareja de músicos sudamericanos que, a cambio de una moneda, nos ofrecen algo tan impagable como la música. Suele haber bastante gente que les ayuda, en la inmensa mayoría de los casos mujeres, mientras el resto del pasaje, mayoritariamente hombres, de repente, se fingen dormidos o se quedan obnubilados ante las pantallas de los móviles o de las tablets.



Todos esto va creando, poco a poco, en nuestras abotargadas conciencias una mayor tolerancia hacía el dolor y el sufrimiento ajeno. Sin embargo siempre hay alguien dispuesto a darnos una lección. Sí, una lección de humanidad. El jueves pasado por la tarde el metro no venía especialmente lleno de gente. En una de las estaciones más concurridas del trayecto entró una señora indigente cubierta de harapos. Observé la cara de hastío, cuando no de ostensible repugnancia y desagrado, por parte de algunos viajeros. La señora, después de pedir perdón por las “molestias” que nos estaba causando, empezó a desgranar su triste historia, de cómo su vida cambió de un modo radical del día a la noche y de cómo, hacía menos de un año, era ella la que sentía repugnancia cuando alguien le extendía la mano diciéndole: “Una moneda, por favor”.


Luis Alberto Cao.



4 comentarios:

  1. me encantó el relato...suelo fijarme mucho en estas cosas!!...para pensar lo de la Sra!!.."están llamando a tu puerta"...vuelvo a contarte mi agrado al tenerte de nuevo entre nosotros!!!!Cariños Luis!!!

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    1. Muchas gracias amiga Bea por tu comentario. Efectivamente creo que este modesto post debería ser un toque de atención a todos nosotros. Un beso

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  2. Me sentí muy identificada con tu relato Luis, vivo en una pequeña ciudad, donde no hay metro, pero cuando voy a las grandes ciudades y utilizó el transporte público, siempre me fijo en estas cosas. En mi país también se reflejan los estados politícos en los ambientes urbanos.
    Un gusto volver a leerte.

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    1. Muchas gracias amiga mía por tu amabilidad de dejarme este comentario. Un besazo

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