Todos los días paso por
la puerta del antiguo cine del barrio. Y, a fuerza de la costumbre y los años que ya lleva cerrado, poco a poco, he
ido acostumbrándome a su ausencia. Aún recuerdo perfectamente, y ya hace más de
treinta años, cómo, lentamente, fue dejándose morir de inanición ante el auge y pujanza de las salas multicines,
generalmente en grandes superficies comerciales. En la actualidad sigue cerrado
y en un estado de lamentable abandono. Aquella sala que, en su momento,
abrigaba los sueños y los deseos de toda una generación de españoles que
sobrevivían sin ilusión y a duras penas. Esta evocación del cine de mi barrio
me ha venido al leer una noticia publicada en la prensa de hoy (pinchar aquí para leer la noticia). Como bien sabes, querida Filis, soy un gran amante del
cine, que no deja de ser la literatura en imágenes, con esa sintaxis propia que
tanto ha influido en la propia literatura.
Recuerdo, que cuando aún era un niño, ir al cine no era
algo fortuito o improvisado, de ninguna manera. En aquella época la gente
planificaba con tiempo ir al cine y, de hecho, recuerdo a mis padres que nos
acicalaban y vestían, a mi hermano y a mí, como si asistiésemos a una ceremonia,
poco menos que religiosa. Como seguramente tú también te acordarás, amiga
Filis, los cines de barrio solían dar programas
dobles de sesión continua. Me imagino la cara de sorpresa de muchos
lectores de estas líneas que, por su juventud (¡juventud divino tesoro!), no
sabrán qué eran las sesiones continuas. En los cines de barrio, se solían
proyectar películas de reestreno (los estrenos se proyectaban en las grandes y
elegantes salas del centro). En las salas se exhibían dos películas con la
particularidad de que los espectadores podían entrar y salir en cualquier
momento en la sala, con lo que muchas familias pasaban la tarde entera en el
cine. Nosotros pasábamos toda la tarde del domingo, desde las cuatro hasta las
diez de la noche. Allí los niños merendábamos, dormíamos la siesta y, sin duda
alguna, empezábamos a sentir ese amor por el cine, que con los años y las
estrecheces de nuestra niñez en blanco y negro, terminaría siendo una pasión,
una válvula de escape que nos ayudaba a arrostrar nuestra triste y gris existencia
llena de privaciones.
Hoy en día, cuando les preguntan a los niños que qué
quieren ser de mayores generalmente suelen coincidir en unos “tópicos” bastante
habituales: futbolista, medico, abogado, “funcionario”
(no me mires, Filis, con esa cara de sorpresa; era una broma) e, incluso,
muchos de ellos, ahora quieren ser “famosos”,
ese concepto tan evanescente y cambiante. Sin embargo yo, de niño, tenía muy claro
que me hubiese gustado ser acomodador de cine; un trabajo serio e importante.
Cuánta envidia me daba el señor Andrés, el acomodador del cine de mi barrio. Un
hombre tan serio y con ese traje tan elegante, con sus entorchados y galones
dorados; en definitiva una persona respetable, con autoridad. Qué envidia me
daba su trabajo, en mi inocencia infantil pensaba que seguramente también sería
amigo de los actores, generalmente americanos, que salían en las películas
porque al acabar la película y marcharnos los espectadores aquellos (los
artistas de cine) saldrían de la pantalla, después de su jornada de trabajo,
para charlar con el señor Andrés. Aún me parece, mientras evoco aquellas
sesiones, para escribir este artículo, sentir ese olor indefinible y especial
que tenían los cines antiguamente… olían a Cine (con mayúsculas). A los pocos
años de aquel boom de las multisalas el cine de mi barrio fue decayendo y, por
consunción, terminó por cerrar definitivamente. En el barrio corrió el rumor de
que el señor Andrés, no pudo superarlo y, al poco tiempo, falleció en la más
absoluta soledad. Yo creo que decidió entregar su vida, porque ya había perdido
su razón para seguir viviendo, porque para él, la vida real, era la que
acontecía, cada día, en la pantalla del cine.
Hoy en día, con la permisividad y la libertad de que
disfrutamos, nadie se escandaliza por ver una pareja que se besa o que muestra
su pasión en público, a plena luz del día. Sin embargo, en aquella época, tan
gris e hipócrita, el único reducto para la intimidad, por supuesto muy casta,
se reducía a la cómplice oscuridad de una sala de cine. Recuerdo que se le
definía con una curiosa expresión: “la
fila de los mancos” (disculpa, querida Filis, que no sea más explicito en
el comentario). Aunque tengo que confesarte que mi primer gran amor, no estuvo,
junto a mí, en la butaca de al lado, sino al otro lado de la pantalla. Desde
que vi la magnífica película Laura, caí perdidamente enamorado de la
protagonista, Gene Tierney y tengo que confesarte, querida Filis, que aún lo
sigo estando (no te enfades, querida Filis). Al final de este artículo colgaré
una foto de esta bellísima actriz que, solo con su mirada, consigue remover y
evocar toda aquella época de mi vida. Como bien sabes, querida Filis, porque te
lo he contado muchas veces. Mi padre, de joven, era la viva imagen de Fred
Astaire. Recuerdo que la primera vez que vi a este gran actor y bailarín pensé
que tenía mucha suerte porque mi padre era un hombre importante, famoso (y
además bailaba de maravilla). Nunca entendí porque los amigos del barrio se
reían de mí. Probablemente sería por una cierta envidia… Pero lo que más me
pesaba (y me sigue pesando) es que nunca me atreví, de niño, a pedirle a mi
padre que me hubiese presentado a Gene Tierney.
Como te decía, querida Filis, aquel cine está totalmente
abandonado, dejado a su suerte, en medio de esta ciudad tan agresiva en que se
ha convertido aquella pequeña ciudad donde nací. Allí ha quedado, arrumbada,
una parte de mi vida, de mi niñez, de mis recuerdos… De vez en cuando, a través
de un agujero, que alguien hizo en la puerta tapiada, se escuchan voces y risas.
Todos piensan que se trata de algunos mendigos e inmigrantes que entran para
cobijarse, especialmente en el recio invierno de la meseta. Sin embargo yo
prefiero pensar que, a pesar de llevar más de treinta años cerrado, los actores
siguen saliendo de la pantalla, como cada noche después de la proyección y,
estoy seguro, que seguirán charlando, como antaño, con el señor Andrés… y
seguramente también con mi padre.
Luis Alberto Cao.