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lunes, 16 de junio de 2014

El último cine del barrio







         Todos los días paso por la puerta del antiguo cine del barrio. Y, a fuerza de la costumbre y  los años que ya lleva cerrado, poco a poco, he ido acostumbrándome a su ausencia. Aún recuerdo perfectamente, y ya hace más de treinta años, cómo, lentamente, fue dejándose morir de inanición ante el auge  y pujanza de las salas multicines, generalmente en grandes superficies comerciales. En la actualidad sigue cerrado y en un estado de lamentable abandono. Aquella sala que, en su momento, abrigaba los sueños y los deseos de toda una generación de españoles que sobrevivían sin ilusión y a duras penas. Esta evocación del cine de mi barrio me ha venido al leer una noticia publicada en la prensa de hoy (pinchar aquí para leer la noticia). Como bien sabes, querida Filis, soy un gran amante del cine, que no deja de ser la literatura en imágenes, con esa sintaxis propia que tanto ha influido en la propia literatura.




            Recuerdo, que cuando aún era un niño, ir al cine no era algo fortuito o improvisado, de ninguna manera. En aquella época la gente planificaba con tiempo ir al cine y, de hecho, recuerdo a mis padres que nos acicalaban y vestían, a mi hermano y a mí, como si asistiésemos a una ceremonia, poco menos que religiosa. Como seguramente tú también te acordarás, amiga Filis, los cines de barrio solían dar programas dobles de sesión continua. Me imagino la cara de sorpresa de muchos lectores de estas líneas que, por su juventud (¡juventud divino tesoro!), no sabrán qué eran las sesiones continuas. En los cines de barrio, se solían proyectar películas de reestreno (los estrenos se proyectaban en las grandes y elegantes salas del centro). En las salas se exhibían dos películas con la particularidad de que los espectadores podían entrar y salir en cualquier momento en la sala, con lo que muchas familias pasaban la tarde entera en el cine. Nosotros pasábamos toda la tarde del domingo, desde las cuatro hasta las diez de la noche. Allí los niños merendábamos, dormíamos la siesta y, sin duda alguna, empezábamos a sentir ese amor por el cine, que con los años y las estrecheces de nuestra niñez en blanco y negro, terminaría siendo una pasión, una válvula de escape que nos ayudaba a arrostrar nuestra triste y gris existencia llena de privaciones.




            Hoy en día, cuando les preguntan a los niños que qué quieren ser de mayores generalmente suelen coincidir en unos “tópicos” bastante habituales: futbolista, medico, abogado, “funcionario” (no me mires, Filis, con esa cara de sorpresa; era una broma) e, incluso, muchos de ellos, ahora quieren ser “famosos”, ese concepto tan evanescente y cambiante. Sin embargo yo, de niño, tenía muy claro que me hubiese gustado ser acomodador de cine; un trabajo serio e importante. Cuánta envidia me daba el señor Andrés, el acomodador del cine de mi barrio. Un hombre tan serio y con ese traje tan elegante, con sus entorchados y galones dorados; en definitiva una persona respetable, con autoridad. Qué envidia me daba su trabajo, en mi inocencia infantil pensaba que seguramente también sería amigo de los actores, generalmente americanos, que salían en las películas porque al acabar la película y marcharnos los espectadores aquellos (los artistas de cine) saldrían de la pantalla, después de su jornada de trabajo, para charlar con el señor Andrés. Aún me parece, mientras evoco aquellas sesiones, para escribir este artículo, sentir ese olor indefinible y especial que tenían los cines antiguamente… olían a Cine (con mayúsculas). A los pocos años de aquel boom de las multisalas el cine de mi barrio fue decayendo y, por consunción, terminó por cerrar definitivamente. En el barrio corrió el rumor de que el señor Andrés, no pudo superarlo y, al poco tiempo, falleció en la más absoluta soledad. Yo creo que decidió entregar su vida, porque ya había perdido su razón para seguir viviendo, porque para él, la vida real, era la que acontecía, cada día, en la pantalla del cine.




            Hoy en día, con la permisividad y la libertad de que disfrutamos, nadie se escandaliza por ver una pareja que se besa o que muestra su pasión en público, a plena luz del día. Sin embargo, en aquella época, tan gris e hipócrita, el único reducto para la intimidad, por supuesto muy casta, se reducía a la cómplice oscuridad de una sala de cine. Recuerdo que se le definía con una curiosa expresión: “la fila de los mancos” (disculpa, querida Filis, que no sea más explicito en el comentario). Aunque tengo que confesarte que mi primer gran amor, no estuvo, junto a mí, en la butaca de al lado, sino al otro lado de la pantalla. Desde que vi la magnífica película Laura, caí perdidamente enamorado de la protagonista, Gene Tierney y tengo que confesarte, querida Filis, que aún lo sigo estando (no te enfades, querida Filis). Al final de este artículo colgaré una foto de esta bellísima actriz que, solo con su mirada, consigue remover y evocar toda aquella época de mi vida. Como bien sabes, querida Filis, porque te lo he contado muchas veces. Mi padre, de joven, era la viva imagen de Fred Astaire. Recuerdo que la primera vez que vi a este gran actor y bailarín pensé que tenía mucha suerte porque mi padre era un hombre importante, famoso (y además bailaba de maravilla). Nunca entendí porque los amigos del barrio se reían de mí. Probablemente sería por una cierta envidia… Pero lo que más me pesaba (y me sigue pesando) es que nunca me atreví, de niño, a pedirle a mi padre que me hubiese presentado a Gene Tierney.




            Como te decía, querida Filis, aquel cine está totalmente abandonado, dejado a su suerte, en medio de esta ciudad tan agresiva en que se ha convertido aquella pequeña ciudad donde nací. Allí ha quedado, arrumbada, una parte de mi vida, de mi niñez, de mis recuerdos… De vez en cuando, a través de un agujero, que alguien hizo en la puerta tapiada, se escuchan voces y risas. Todos piensan que se trata de algunos mendigos e inmigrantes que entran para cobijarse, especialmente en el recio invierno de la meseta. Sin embargo yo prefiero pensar que, a pesar de llevar más de treinta años cerrado, los actores siguen saliendo de la pantalla, como cada noche después de la proyección y, estoy seguro, que seguirán charlando, como antaño, con el señor Andrés… y seguramente también con mi padre.


               Luis Alberto Cao.


domingo, 15 de junio de 2014

La Feria del Libro.







            Esta mañana, a pesar de haberme prometido, como todos los años, que sería la última vez que volviese, he estado, de nuevo, en la Feria del Libro de Madrid (mea culpa). Como siempre te digo después de cada visita, querida Filis, haré, otra vez más, el firme propósito de no volver el año que viene. Tal vez sea por mi profesión de filólogo y crítico literario, tal vez por mi pasión por la literatura, pero me resulta, aunque intento resistirme, ineludible mi asistencia. En la mayoría de los casos es para reencontrarme con algunos de mis amigos, los autores, y hablar con ellos, aunque solo sea unos instantes de este apasionante mundo de las letras.



            A lo largo del año, creo que nos pasa a todos, me imagino que a ti también, querida Filis, hay una serie de “acontecimientos” miliares que, a modo de balizas nos van marcando el devenir del año. Para mí la Feria del Libro representa el comienzo del estío, de ese verano tan riguroso, por lo demás, que padecemos en la meseta. Este año, como todos, a pesar del agobiante calor que hace, siento mucho más bochorno por la “obscena e inmoral” (si me permites, querida Filis, estos adjetivos tan sonoros y rotundos) mercantilización que se perpetra “contra” la literatura. Intentaré, amiga mía, explicarte los motivos que me conducen a esta, y creo que justa, indignación.



            La literatura es una de las artes más importantes e influyentes que se han dado  a lo largo de la Historia de la Humanidad. Y, fundamentalmente, es un arte de elaboración compleja, por parte de los autores y que requiere soledad y reflexión. Del mismo modo, esa “intimidad” es también necesaria por parte del lector. Por así decirlo la soledad y el silencio son parte integrante del hecho literario, ya sea como autor o como lector.  Sin embargo, la Feria del Libro es lo más alejado a la esencia literaria y lo más cercano a un zoco, a un “mercado persa”. En la Feria los libros y, lo más triste, los propios autores son “cosificados” y tratados poco menos que como objetos de exposición, cuando no como mercancías. Dicho con todo mi respeto hacia los autores que, como sabréis los lectores habituales de mi blog literario “Las bizarrías de Belisa”, es condición irrenunciable y “sine qua non”. Todos los años me da pena ver a los escritores expuestos a las miradas de los transeúntes, a su curiosidad insatisfecha y procaz y, en algunos casos, rozando la falta de educación.  Cuando en muchos casos la gente se acerca a las casetas con un desconocimiento total y absoluto de la obra de esos autores. Este año he escuchado varios comentarios de algunos visitantes que no han podido menos de provocarme un bochornoso rubor ajeno. Una pareja de chicas treintañeras se debatían entre acercarse a hablar con Ángela Vallvey, ellas lo pronunciaban el nombre con fonética inglesa, dudando de cómo hablar con ella “porque como es escandinava, como ´la´Camila Lackberg…



            Dentro de este imparable proceso de mercantilización de la literatura, y en general de la cultura, tenemos un ejemplo palmario en el caso de los “famosos” que se han metido a “escritores” (he entrecomillado la palabra, Filis, porque no todo el que emborrona unas páginas puede ser llamado Escritor) y que, precisamente, son los que, al menos en lo que se refiere a la atención que les dispensan los transeúntes, han triunfado por abrumadora mayoría y se llevan la palma (y me imagino que, también, las mayores ventas). Nunca me gusta criticar algo sin previamente haberlo leído, por ese motivo no entraré en valoraciones para las que no tengo el suficiente criterio, que únicamente aporta una lectura reflexiva de la obra en cuestión. Pero, sin embargo, sí me llama profundamente la atención que muchos personajes que aparecen en televisión tengan tanto éxito (por delicadeza no voy a dar ejemplos, pero estoy seguro que tú misma, querida Filis, te imaginarás algunos nombres) a la hora de vender sus libros. Sin embargo hay casos de personas populares, por sus apariciones en los medios sociales, generalmente la televisión, como Nieves Herrero, que son una grata excepción que confirma la regla, que ha escrito una magnífica novela que, como comenté en mi reseña, me sorprendió muy gratamente, y que se titula “Lo que escondían sus ojos”. Pero lo que más me entristeció es ver a grandes escritores, auténticamente importantes, poseedores de una sólida carrera literaria que, prácticamente, estaban “mano sobre mano” esperando que alguien se acercase para dedicarles alguno de sus libros. Y eso es algo que me ha apenado profundamente, por lo injusto, y porque nos habla también de ese imparable declive de la Literatura (con mayúsculas) a favor de esa infraliteratura más comercial y decadente.



            Aunque pueda resultar incongruente, creo que esta hipersaturación del mercado editorial, terminará siendo uno de los mayores retos a los que se tendrá que enfrentar, con toda seriedad, esta industria si quiere poder sobrevivir a la crisis (no me refiero solo a la económica, sino también a la artística y de calidad, más preocupante aún). El mercado está invadido de títulos que, en un altísimo porcentaje, tienen una calidad ínfima y que están destinados a ser saldados en las secciones de ofertas de las grandes superficies. Y es precisamente esa fragmentación, esa atomización, de la propia oferta  la que está perjudicando a toda la industria. Sin embargo el mundo editorial no deja de ser un receptor, un desagüe,  de esta desorientada sociedad actual que se plasma, tanto en la calidad como en la cantidad de libros que se publican cada año en España.



            Históricamente las grandes crisis han traído grandes movimientos artísticos, en el caso que nos ocupa literarios, a modo de revulsivos. La gran crisis que vino por el comienzo del desmembramiento del Imperio español, con la muerte de Felipe II, nos trajo, como respuesta, el gran Siglo de Oro de las letras españolas en aquel período entre el Renacimiento y el Barroco. La gran crisis social y política que vivió España a finales del siglo XIX (1898) nos trajo la gran generación del 27. ¿Esta gran crisis, sistémica, que estamos viviendo nos traerá un gran resurgir de nuestras letras, de nuestros pensadores a modo de reacción…? Por lo visto en la feria del libro, querida Filis, creo que será muy complicado…


       Luis Alberto Cao



sábado, 14 de junio de 2014

Una vieja fotografía.



       




         Esta mañana me he dedicado a intentar organizar, en la medida de mis posibilidades, cada vez más menguadas por los años y esta desidia vital que, de vez en cuando, se ceba en mí, mi caótica biblioteca. Esa biblioteca que he ido acumulando durante toda una vida y que, a lo largo, de sus abarrotados anaqueles habla tanto de mí. Cada ejemplar cuenta una historia diferente… una historia diferente de mí. Ya sé, querida Filis, que siempre me dices que lo mejor que podía hacer es desprenderme de tantos libros, que para qué tengo tantos… lo sé, pero sin embargo, y aunque no puedas entenderlo, estos libros ya forman parte de mi propia vida.

            No creo que, con toda justicia, se me pueda considerar una persona excesivamente ordenada. Sin embargo, ese aparente caos, suele tener un cierto orden, concedo que arcano y abstruso y, tal vez, solo inteligible para mí. Pues bien, como comentaba, esta mañana, después de una larga noche de insomnio, algo ya crónico en mí, me he levantado muy pronto con la idea de localizar un venerable tomo de “La barraca” de Blasco Ibáñez de la editorial Prometeo (la propia editorial del autor), con el que recordaba haber soñado en ese duermevelas (¡qué bellísima palabra!), no sé por qué motivo.

            Estaba trasteando con los libros cuando un viejo volumen cayó al suelo abriéndose. Me agaché con fastidió y comprobé que entre las páginas de aquel libro había una vieja fotografía. La fotografía, muy deteriorada, mostraba, en esos melancólicos tonos sepia, a una joven que miraba tímidamente a la cámara apoyando una de sus manos, con abandono, en el hombro de un caballero que, sentado, desafiaba con una mirada orgullosa al espectador bajo un gran y orgulloso bigote prusiano. Me quedé un buen rato mirando la foto, obnubilado. Creo que perdí la noción del tiempo. Como bien sabes, querida Filis, me suele ocurrir, con mucha frecuencia, que me quedo en estado “catatónico”, como tú dices. No te ocultaré, que siempre he sentido una especial debilidad por las fotografías, sobre todo por las antiguas, cuando no había tantos avances y hacerse un retrato era algo excepcional.

            Esa foto me ha retrotraído a mi propia infancia, a esa época que, aunque para mí tiene un recuerdo feliz, gracias a esa facultad del ser humano de olvidar lo malo y recordar siempre lo más positivo, sin duda fue un tiempo difícil y coloreado en tonos grises. Una época de oscuridad, de miedo, de palabras apenas susurradas y de silencios elocuentes y clamorosos. En esa triste época transcurrió mi infancia. Tal vez por eso sea una persona inclinada a la melancolía y, sin duda alguna, esa infancia solitaria ha marcado mi profesión y mi pasión por la literatura. No puedo evitar sonreís, con una cierta indulgencia y nostalgia, cuando recuerdo esas largas tardes de invierno, mientras la lluvia se deslizaba mansamente por los empañados cristales, sentado en un taburete leyendo. Esas lecturas, esos libros, me mostraban un mundo apasionante, un mundo desbordante de color, totalmente desconocido para mí, y me hablaban de otras vidas, de otros lugares, de otras gentes, que desbordaban la estrechez y las penurias de mi existencia. Gracias a un tío mío, soltero, que era un hombre que poseía una ciertas inquietudes culturales, tuve acceso a su biblioteca y aquello fue lo que cambió mi vida.

            La muchacha de la fotografía me seguía observando, ruborizada, con esa mirada tamizada por la pátina de los años transcurridos. ¿Qué habría sido de aquella muchacha? ¿Por qué motivo se habría retratado? Porque en aquella época, haciendo una estimación, a juzgar por el vestido que llevaban los personajes y el deterioro tan acusado de la fotografía, la gente sólo se retraba con motivo de algún acontecimiento, especialmente relevante o significativo para ellos. Con toda seguridad aquella hermosa joven, de la mirada triste, ya habría fallecido, calculo que aquella foto podría tener más de ochenta años. Sin embargo, en aquel instante detenido de una vida, en aquella postura congelada en sepia, una parte de ellos quedó, también, sujeta a la inmortalidad.

            Nunca sabré, querida Filis, ni su nombre, ni quién era, ni qué acontecimiento ocurrió para ponerse ante el objetivo de la cámara, y todo quedará velado por el silencio del paso de los años, pero, sin embargo, de algún modo su mirada, su tímida sonrisa, su actitud de abandono nunca habrán muerto del todo porque siempre vivirán en la memoria y en la retina de los vivos que contemplen, en algún momento de sus existencias, su frágil y etérea imagen y piensen en esa muchacha de la mirada triste.
           

        Luis Alberto Cao

            


           

           

jueves, 12 de junio de 2014

Los candados del amor.



         



            A pesar de todos los años que uno va acumulando, a lo largo de su larga vida, nunca deja de encontrar cosas que, siempre, terminan por sorprenderle, por llamarle la atención.En muchos casos, querida Filis, esto es algo positivo e incluso deseable. Sin embargo, en otros muchos casos, como este que nos ocupa, es francamente desalentador. Esta mañana repasando la prensa he leído una noticia que me ha dado mucho que pensar (pinchar aquí para leer la noticia). En ese artículo el periodista nos habla de que se ha desplomado una barandilla del puente “des Arts”, en París, como consecuencia del peso de miles de candados que se habían enganchado a ella en lo que, parece ser, se ha convertido en una “moda” entre los “enamorados”. Espero que repares, amiga Filis, en que he entrecomillado, con toda intención, ambos sustantivos.





            Albert Einstein, el gran físico alemán, dejó, entre otras, una frase que pasará a la historia y que creo que, de alguna manera, define muy bien el meollo de la cuestión: “Hay dos cosas infinitas: la estupidez humana y el universo; aunque de lo segundo no estoy muy seguro”. Todos hemos sido jóvenes alguna vez, (aunque hace ya tantos años en mi caso…) y siempre ha sido normal ese estado de “entontecimiento” transitorio que se ha apoderado de nosotros. Sin embargo, y visto desde la atalaya de mis años, observo que en la actualidad han cambiado algunos parámetros, con respecto a aquella época. Fundamentalmente por la banalización y  mercantilización de todo, incluso de las cosas más hermosas, como puede ser el Amor (con mayúsculas). No es un secreto, querida Filis, que en estos tiempos en que nos ha tocado vivir, prácticamente todo ha pasado a ser susceptible de comprarse y venderse. Tengo que advertir, en rigor, que las generalizaciones siempre son injustas y, por supuesto, en este caso también lo serían. Dicho lo cual, sí me gustaría apuntar que estos tiempos de globalización, se ha conseguido uniformizar el pensamiento de todas las personas, haciéndonos, de este modo,“sentir” que pertenecemos a “la tribu global”. Todos vemos los mismos programas, leemos los  mismos libros, vestimos igual, actuamos igual,  somos adictos a las nuevas tecnologías… e incluso amamos y sentimos igual. Sólo así puede entenderse este fenómeno de expresar el amor que sientes por tu pareja agarrando un candado a un puente. Que por cierto, está generando un negocio de pingües beneficios (otra vez volvemos al maldito dinero) No me mires así, querida Filis, sé que si yo lo hiciese dejarías de hablarme para siempre (y con razón).





            En estos tiempos que nos ha tocado vivir en que, por desgracia hasta ahora, todo parecía sencillo de conseguir y podíamos satisfacer, a placer, todos nuestros caprichos, los seres humanos nos hemos dejado ir atrapando en una “apacible y mórbida” molicie, en una comodidad y una necesidad de autosatisfacción constante que ha crecido exponencialmente. Podemos encontrar hombres y mujeres de más de cuarenta (por fijar una edad simbólica) con una inmadurez más propia de un adolescente, en el que una de las mayores preocupaciones es no envejecer y “vivir la vida”. Cuando la gran preocupación no es envejecer sino un miedo patológico a madurar. Con estos mimbres cómo se puede imaginar que se pueda tener una mínima madurez para mantener una relación de pareja. Es lo que los psicólogos y psiquiatras han definido como “el síndrome de Peter Pan” que, por desgracia, y a la vista de la noticia, parece haber alcanzado grado de pandemia.





            Existen muchas maneras de demostrar el amor a tu pareja y, cualquiera de ellas me parecería más adecuada que ir colocando candados por los puentes, para demostrar cuánto se quieren dos personas más cercanas a la jubilación que a la adolescencia. Tal vez sea por mi edad, pero siempre me ha parecido que las demostraciones de amor  no han de pasar, forzosamente, por algo tan prosaico como lo material, como un forzoso e inevitable peaje al consumismo imperante,a la mercantilización de los propios sentimientos ¿Es que voy a demostrar más el amor que le tengo a mi pareja poniendo unos candados en la barandilla de un puente, por continuar con el ejemplo? Ya sé, Filis, que tal vez sea un romántico. Pero para mí el Amor (en este caso con mayúsculas) se puede demostrar, a lo largo de la vida, de muchas maneras: compartiendo risas, silencios y llantos, o, simplemente, sabiendo que hay alguien para quien de verdad eres importante y que, simplemente (ni más ni menos) te ama como eres y quiere compartir su proyecto de vida contigo.





            Las relaciones personales y, en el caso que nos ocupa, sentimentales, han pasado a ser un objeto de consumo (o, mejor dicho, un bien de consumo), en el que la otra persona, la pareja, se convierte en un objeto más (como un coche, un chalet, etc…). Aunque sé que a ti, querida Filis, no te gusta esta expresión, actualmente el plano de las relaciones humanas, y particularmente las sentimentales, se reducen a un “wash&go”, como decía aquel famoso anuncio de un producto cosmético (que me permitiré traducir, con mucha libertad, como usar y tirar). No hace mucho apareció en prensa un estudio acerca de la infidelidad en Europa, haciendo una especial mención a España, basado en una “famosa” página internacional, para más señas, dedicada a citas entre adultos. Los datos eran apabullantes y descorazonadores. Entre un 60 y un 70 % de los españoles han sido infieles a sus parejas.En las conclusiones de este estudio se decía que España estaba a la cabeza de las infidelidades en toda Europa (al menos nos queda el triste consuelo de que destacamos algo en Europa…).





            Sin embargo, puedo entender que los tiempos han ido cambiando, que las costumbres han ido evolucionando (o, tal vez, involucionando) pero, en definitiva lo que yo me pregunto es: con todos estos cambios culturales y sociales, que han sido tan vertiginosos en pocos años, como seres humanos (sustrayéndonos, en esta consideración, de nuestro indudable bienestar material) ¿podemos afirmar que ahora somos más felices? ¿Nos sentimos mejor en nuestro propio pellejo, con nosotros mismos y con los demás, ahora que hace, por poner un caso, un siglo? Si la respuesta fuera que sí, benditos cambios, pero si no fuese así…Yo tengo muy clara la respuesta a ambas preguntas, pero ¿y tú, amiga Filis?.

 Luis Alberto Cao